El pésimo ejemplo de Perú: Lecciones, por Trino Márquez

Desde la salida de la jefatura del Estado de Ollanta Humala, quien concluyó su período normal en 2016, el Perú entró en una zona de turbulencia que lo llevó a tener varios presidentes en un período muy breve. Varios de los desalojos del poder se produjeron por ‘vacancia’, refinado término con el que llaman a la común y silvestre destitución.

Ese año 16, Pedro Pablo Kuczynski, PPK, fue electo Presidente por un milimétrico margen en segunda vuelta, frente a Keiko Fujimori. El fujimorismo, con mayoría en el Congreso, desató una tenaz oposición contra el mandatario, que concluyó con la salida del gobernante antes de concluir su segundo año al frente del Ejecutivo. Un acuerdo con el fujimorismo en el Parlamento colocó al frente del Gobierno a Martín Vizcarra, exprimer vicepresidente y exembajador de PPK. Al poco tiempo, la mayoría fujimorista retomó la labor de zapa, torpedeando la gestión del mandatario interino, quien había sabido ganarse el apoyo popular. Esta conexión de Vizcarra con los peruanos no les gustó a los seguidores de Keiko, quienes maniobraron hasta aplicarle la vacancia, solo a meses de la fecha en la que se elegiría al nuevo Presidente. Luego vinieron Manuel Merino y Francisco Sagasti, quien concluyó el período constitucional con escasa legitimidad y poca popularidad. Fue un gobernante de transición que sirvió para satisfacer las ansias del fujimorismo de demostrar su capacidad de fuego.

En esta atmosfera de inestabilidad y, sobre todo de fragmentación, se efectuaron en 2021 las elecciones en las cuales obtuvo la victoria Pedro Castillo, modesto maestro de escuela vinculado con la izquierda radical, que se proyectó a escala nacional luego de dirigir de forma exitosa una huelga de maestros en 2017. Su triunfo, como se sabe, lo obtuvo por un ajustadísimo margen. Apenas décimas lo colocaron por encima de Keiko Fujimori, quien admitió la derrota después de la inmensa presión desatada sobre ella tanto en Perú como en el exterior. Fujimori se vio obligada a admitir que los comicios habían sido transparentes, aunque el resultado la había desfavorecido.

El gobierno de Pedro Castillo, bajo los temores de que haría una gestión con marcado acento izquierdista, se instaló el 28 de julio del año pasado. En menos de seis meses ha tenido tres gabinetes y cuatro ministros de Relaciones Interiores. Es una administración caracterizada por la ignorancia e improvisación del Presidente, las persistentes acusaciones de corrupción de sus funcionarios de mayor rango –entre ellos el gerente general de Petro-Perú, un general llamado Hugo Ángel Chávez Arévalo, ¡qué casualidad!- y la existencia de un gabinete de sombra, distinto del Gabinete oficial, que sería el que realmente toma las decisiones trascendentales junto con el Presidente.

La situación de Castillo se ha tornado tan precaria, que dentro del Parlamento ya el fujimorismo está moviéndose para someter a juicio al Presidente –sería la segunda vez en dos meses- y decretar la vacancia. Es decir, el despido. Parece improbable que Castillo concluya su mandato. El mandatario no distingue entre haber sido candidato y ser ahora Presidente de una nación atravesada por una grieta insondable entre el fujimorismo y el resto de un espectro político que, a pesar de ser mayoritario por una pequeña fracción, está atomizado en grupos y partidos incapaces de darle estabilidad al sistema institucional.

Castillo –además de lucir todavía el folclórico sombrero que lo identificaba como candidato, sin entender que ahora es el Presidente de todos los peruanos, y no de la fracción que lideró- no ha realizado los esfuerzos necesarios para dialogar y llegar a acuerdos duraderos con sus opositores, encarnizados adversarios que perdieron el poder por milésimas. La impericia y desidia de Castillo está propiciando que se perpetúe la crisis política peruana y continúe cayendo el prestigio de su clase política.

De esa dolorosa experiencia, los venezolanos tenemos mucho que aprender. En un futuro gobierno presidido por un gobernante opositor electo en comicios libres y competitivos, el chavismo tendría una enorme presencia en la Asamblea Nacional, en otros organismos del Estado y, sobre todo, en numerosas organizaciones sociales –entre ellas sindicatos y gremios- que le permitiría obstaculizar las labores del Gobierno entrante. En la práctica podría impedir su funcionamiento. La única manera de reducir ese riesgo es mediante la utilización de mecanismos de negociación que anulen o reduzcan la capacidad obstaculizadora que tenga el chavismo. El Parlamento habrá que convertirlo de nuevo en el foro dispuesto al diálogo entre las diferentes fuerzas políticas, y entre estas y el Ejecutivo.

Otra lección importante es que el Presidente que surja de la eventual consulta electoral, debe poseer una sólida formación y convertirse en líder del país. Esta frase ha sido empleada usualmente por los nuevos gobernantes, pero son pocos los que la han convertido en principio de acción. Castillo comenzó su mandato utilizándola. Luego fue capturado por su séquito. Allí están los resultados de su inconsecuencia. En Venezuela, al igual que en Perú, tal inconsistencia tendría fatales secuelas.

De la historia política reciente de Perú, la dirigencia democrática venezolana tiene mucho que asimilar. Al país no le conviene repetir los mismos errores.

@trinomarquezc


Source: La Patilla

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