Dos meses y cuatro días después de morir, a los 88 años y en su casona de Corsier-Sur-Vevey, Suiza, una especie de castillo colgado de un barranco, Charles Chaplin protagonizó una de las mejores comedias de su larga vida de genio del cine. No la dirigió ni la actuó, puesto que estaba muerto, pero su figura y su espíritu le dieron a un episodio macabro el aura del humor inolvidable del gran Carlitos.
Por infobae.com
En la noche del 1 al 2 de marzo de 1978, dos palurdos con una almendra por cerebro, profanaron su tumba en el cementerio de Corsier, y se robaron el ataúd, un cajón lustroso de roble noble y añejo que pesaba 150 kilos, y huyeron con él para pedir rescate por los restos.
La comedia, que llegó a tapar el drama de mal gusto, duró hasta el 23 de mayo cuando, en una ceremonia íntima, los restos del genio fueron enterrados otra vez en una nueva tumba, ahora más protegida. Chaplin había muerto en la Navidad de 1977 y había sido enterrado el 27 de diciembre, bajo una lluvia bíblica a la que asistieron su viuda, Oona O’Neill, y algunos de los ocho hijos que tuvo con ella, entre ellos Eugene Chaplin, un cronista sensacional de los episodios por venir.
La comedia, el film que Chaplin hubiese querido dirigir, nació con el robo del ataúd, pero tomó cuerpo cuando los delincuentes llamaron a la casa de Chaplin para pedir seiscientos mil francos suizos para devolver el cadáver. A cifras de hoy, era un rescate valuado en medio millón de euros. Pero el euro no existía entonces. Idiotas sí, eso hubo siempre. Uno de ellos hizo el llamado a la residencia familiar de los Chaplin.
Lo atendió el mayordomo del palacio, austero, pero palacio al fin, Giuliano Canese, un ítalo-suizo, o un suizo italiano, formal y amable, leal hasta los huesos con todos los Chaplin, que eran muchos de familia. La noticia del robo del cadáver, que fue confirmada enseguida por la policía, los delincuentes habían dejado la fosa abierta y la tierra amontonada a un costado, causó un poco de pánico. En especial en el chofer de la familia, otro italiano simpático y honesto que se llamaba Renato, pero que fue el que más se angustió con el robo. Imaginó que se trataba de un operativo guerrillero, de algún grupo de los tantos que conmovían a Europa en aquellos años. Renato recordaba la fresca tragedia del secuestro en Italia del líder de la democracia Cristiana, Aldo Moro, que sería asesinado por sus captores, miembros de las Brigadas Rojas. En el secuestro de Moro había sido asesinado su chofer, y Renato temía un destino similar para hasta entonces apacible vida, temores acrecentados por algunas amenazas de violencia contra la familia que hacían los delincuentes en sus inquietantes llamados.
La única persona que conservó la calma en esas iniciales horas de zozobra e incertidumbre fue la viuda de Chaplin, Oona O’Neill, hija del dramaturgo Eugene O’Neill, que había surcado con apagado éxito las aguas procelosas de Hollywood, había tenido algunos escarceos amorosos con el escritor J. D. Salinger y con Orson Welles, hasta que conoció a Chaplin y se enamoró perdidamente.
Tuvieron cuatro hijos y en 1952, cuando el macartismo hacía estragos en Estados Unidos y Chaplin fue perseguido porque encaraba el prototipo del comunista en aquella caza de brujas, huyeron juntos a Europa, ella embarazada del quinto bebé. En Europa nació el quinto y tres más. La familia vivió unida y feliz después de tantas tormentas. No iba a ser el chaparrón de los secuestradores el que amilanara a Oona. Dijo que no al rescate con una lógica de cemento armado: “Charles habría encontrado todo esto muy ridículo”.
Los secuestradores bajaron las pretensiones a seiscientos mil dólares, en la creencia de que los Chaplin bien podrían no disponer de la cantidad que les exigían en francos suizos. Era una creencia alocada, es verdad, pero cuando tenés cerebro de mosquito, todo es posible.
Ante la nueva negativa de la familia, de Oona por la que hablaban los hijos, los delincuentes bajaron la cantidad a quinientos mil dólares. Nada. Hasta que desnudaron sus almas desangeladas y terminaron por pedir cien mil dólares. Entonces intervino la policía que buscaba a Chaplin con desesperación y sin pistas.
¿Qué había pasado hasta entonces? Las especulaciones hablaban, todas delirantes pero muy atractivas, del secuestro del cadáver por parte de un comando israelí. Ante la idea extendida de que Chaplin era judío, Israel, el Mossad o algún loco suelto de los servicios de inteligencia, que los hay en todas partes, podía haber secuestrado sus restos, porque después de todo, descansaban en un cementerio anglicano. La contrapartida del comando israelí era, cómo no, la del comando nazi. Eran los nostálgicos de Hitler quienes, indignados por la fantástica sátira que Chaplin había encarnado en El Gran Dictador (entre paréntesis, hay que verla, o reverla) habían secuestrado su cadáver con vaya a saber cuáles fines. La tercera teoría hablaba de macabros y fanáticos admiradores capaces de construir un santuario secreto para adorar a su ídolo, o para enterrarlo en Inglaterra, su país natal. Había unas cuantas teorías más, que incluían a grupos guerrilleros, famosos e ignotos, que tanto aterrorizaban al buen Renato, el chofer del genio.
Pero la policía suiza, y la Interpol, que también intervino en el caso, ya tenía el perfil de los delincuentes. Eran unos imbéciles redomados, como lo probaba el regateo interminable del rescate y las absurdas rebajas hechas a sus pretensiones originales. Sólo había que pescarlos. Así que le rogaron a Oona, mientras el mundo seguía en suspenso por el destino de los restos del gran Carlitos, que aceptara negociar, o simular negociar con los profanadores.
Se hizo el arreglo y, la noche indicada, el mayordomo Canese salió al volante del Rolls Royce familiar, un vehículo oscuro, pesado y sereno, seguro de su destino, en el que iba un maletín con el supuesto dinero del rescate. Esa noche, en Corsier, había más policías de civil que átomos en el aire.
Y aquí viene lo que Chaplin hubiese filmado divertido. En la ya entrada noche de primavera, el cartero del pueblo vio, y reconoció, el Rolls de Chaplin. Pero al volante no iba Renato, sino un desconocido. De manera que se trepó a su auto y siguió al Rolls. La policía pensó que quien iba detrás del Rolls era uno de los secuestradores y le cayó encima al cartero. Chaplin no lo hubiese pensado mejor. Para cuando se aclaró todo, la operación policial se había ido al traste. Quién sabía ahora cuándo habría otra oportunidad.
La hubo enseguida. Los secuestradores volvieron a llamar para fijar una nueva conversación sobre el rescate, cómo y cuándo pagarlo. Volverían a llamar el 17 de mayo, a las nueve y media de la mañana. Pan comido para la policía, que puso vigilancia en las escasas doscientas cabinas telefónicas de la zona, no eran tiempos de telefonía móvil, y a las nueve y media de la mañana del 17 de mayo detuvieron a Roman Wardas, un polaco de 24 años y, enseguida, a su cómplice, Gantscho Ganev, un búlgaro de 38, ambos mecánicos de autos y con tanta experiencia en la delincuencia como en la cirugía cardiovascular.
Confesaron enseguida: querían dejar su destino de pobreza y se habían inspirado en un caso italiano, el robo de un cadáver por el que se había pedido rescate, que habían sido noticia en un diario local. Ahora había que hallar el ataúd de Chaplin. Wardas y Ganev dijeron que lo habían enterrado en un campo de trigo, en Noville, algo alejado de Vevey, en el costado oriental del Lago Léman, que obra también como límite entre Suiza y Francia. Habían dejado algunas huellas para identificar el sitio, pero las lluvias de primavera habían borrado todas las marcas.
Igual, la policía no tardó mucho en hallar la tumba todavía fresca en un campo que no era de trigo, como habían dicho los delincuentes, sino de maíz: los tipos no distinguían un choclo de un Boeing 737. Los condenaron a los dos: a Wardas a cuatro años de trabajos forzados y a Ganev a dieciocho meses.
Chaplin fue devuelto al cementerio de Corsier-sur-Vevey el 23 de mayo de 1978, su tumba estaría ahora más protegida. Lo está, y en ella descansan los restos de Oona O’Neill, que murió en 1991. La mujer de Wardas le escribió a Oona una carta meses después del descalabro armado por su marido. La viuda de Chaplin le respondió con otra frase fantástica: “Mira, yo ya los he perdonado”.
El último toque de comedia en el drama lo puso el dueño del campo de maíz donde Wardas y Ganev ocultaron el ataúd que fue, durante diez semanas, el más buscado del mundo. Donde estuvo la tumba, el agricultor hizo colocar una placa de cemento. En ella se lee: “Aquí descansó Charles Chaplin. Brevemente”.
¿Lo ven? Chaplin no lo hubiese hecho mejor.
Me disculpo por esta referencia personal, el 20 de octubre de 1977, dos meses antes de la muerte de Chaplin, conocí a parte de los protagonistas de esta historia. No a los delincuentes, claro, pero sí a Oona O’Neill, al mayordomo Giuliano Canese, al chofer Renato y al poderoso Rolls Royce de los Chaplin.
La revista Gente nos había enviado, al fotógrafo Héctor “Tupa” Carballo, de indudable origen uruguayo dado su apodo, y a mí, a retratar a los vecinos de Chaplin, una idea periodística que consistía en hablar de los famosos, sin los famosos, sólo a través de la gente que vivía al lado de su casa.
Sólo que Chaplin no tenía vecinos. Vivía en una gigantesca mansión que, por un lado, daba a un barranco y ocupaba unas dos hectáreas que limitaban con la ruta y con el resto de Suiza. Canese vino a echarnos, de malos modos, porque habíamos entrado sin permiso a aquel predio con piscina cubierta por una lona y cancha de tenis de cemento. Dijimos que éramos periodistas, nos pidió identificación y, luego, disculpas. “Es que aquí se meten los turistas. Pueden quedarse, el señor y la señora salieron a dar su paseo diario”. Nos quedamos.
Minutos después apareció el Rolls con Renato al volante. Canese dio su informe. Ambos bajaron del baúl una silla de ruedas y Renato se acercó luego a nosotros para decirnos que la señora pedía que nos retiráramos unos metros más atrás. Carballo cambió su lente por un zoom. Y luego bajaron a un Chaplin muy enfermo, inmovilizado casi, con un sombrerito que no era aquel bombín y un bastón que tampoco era aquel.
Renato vino a pedirnos que, ya que habíamos sacado las fotos, abandonáramos la residencia. Le pedimos una entrevista con Chaplin o con su mujer, fue a consultar y volvió con la negativa. Oona decía que el señor estaba muy enfermo.
Entablamos con aquel italiano alto y afable una larga charla que no voy a revelar en honor a la brevedad, pero que hizo que, finalmente, Renato nos dijera que mañana, a las diez, él iba a dejar al señor en un extremo de la costanera del lago Léman. Luego, la señora lo paseaba hasta la otra punta y que allí podíamos obtener más fotos, mejores incluso que las que habíamos hecho en la casa, donde se veía a Chaplin muy desmejorado.
Al otro día, esperamos la llegada del auto en un extremo de la costanera. El Rolls apareció a las diez y diez. Y siguió de largo. Pensamos que nos habían visto y que desistían del paseo y, por unos cien metros corrimos detrás, dos periodistas jóvenes, inexpertos, que sentían que perdían la nota, y corrían detrás de un Rolls Royce por una tranquila avenida suiza. Chaplin no lo hubiese pensado mejor.
El auto se detuvo en el otro extremo del paseo y nosotros nos acercamos lentamente, una vez que Oona empezó a empujar la silla de ruedas. Aquella mujer tuvo un gesto de íntima decepción cuando nos vio, entendió que la habíamos acechado y que ya no tenía escapatoria. Dijo “No pictures, please,” mientras Carballo disparaba las primeras treinta y seis fotos de un rollo.
Me acerqué y no sé de dónde saqué, en mi inglés de apache: “Soy de Buenos Aires. Su padre durmió en mi ciudad”. Lo que era cierto. Eugene O’Neill había dormido a la intemperie en un banco de Retiro, cerca de la Torre de los Ingleses, hasta que, según la leyenda, se topó con Aristóteles Onassis.
Aquella mujer sonrió por primera vez, dijo “Ah, eso ya lo sé” y empezó un diálogo que Carballo completó en francés, con diez datos sobre su hombre ilustre: fue de una enorme calidez y de una comprensión impresionante.
Chaplin no habló una sola palabra, creo que ya no hablaba, pese a que Oona dijo que lo hacía muy poco, en especial cuando lo visitaban sus hijos, escuchaba mucha música, estos paseos cerca del lago le llenaban el día… En el otro extremo del paseo esperaban a la pareja el auto y su chofer. Puse mi mano, a modo de despedida, sobre la que, sarmentosa, aferraba el brazo de la silla de ruedas. Y aquella otra mano se movió un poco bajo la mía.
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