Járkov, la ciudad de los muertos sin nombre

Destrucción en las calles de Járkov, escenario de duros combates – Mónica G. Prieto

 

«Por favor, no molesten… Tenemos 38 cadáveres aún sin identificar desde hace una semana, si no los reclaman sus familiares tendremos que sepultarlos con una simple placa de fechas sin nombre». Elena, delgada como un suspiro y ojos azul cielo hundidos en un bello rostro agotado, se resiste a dejar pasar a nadie al interior de la morgue del hospital número 12 de Járkov, un desangelado edificio con los cristales rotos por las explosiones, hasta que Boris Shelahurov, de 27 años, le explica el motivo de su visita. «Vengo a hacerme cargo de los restos de mi tío», aduce. «Mi tía Xeina murió en una explosión, y él, Iuri, murió de pena tres días después», explica cariacontecido. «Claro, claro, pase…», le invita Elena entrecerrándose la rebeca gris, estremecida de frío, para guiarle por un laberinto de féretros, placas provisionales funerarias y camillas para autopsias hasta dejarle en el registro donde solicitar que el Ayuntamiento se haga cargo de la sepultura. Porque, en tiempos de guerra, nadie tiene dinero ni siquiera para enterrar a los muertos. En el caso de Járkov, apenas tienen suficientes bolsas para envolverlos ni, a veces, la posibilidad de darles nombre porque sus familiares huyeron y ni siquiera saben que sus seres queridos han muerto.

Por abc.es

«El volumen de trabajo es tal que ahora estamos viviendo en la morgue», explica Elena, refiriéndose a los cuatro compañeros que, como ella, ya no duermen con sus familias para evitar el peligro de los desplazamientos por la ciudad, donde en determinados días, las bombas caen cada media hora. «Mírala, ha perdido diez kilos en este mes», señala una compañera a Elena mientras muestra las instalaciones donde duermen: cinco oficinas cuyos sofás están cubiertos de mantas arrugadas. «Las carreteras son peligrosas y todos somos necesarios. Aquí nos traen comida y tenemos calefacción, y al menos garantizamos que las víctimas de esta guerra reciban la sepultura que merecen. No excavamos fosas comunes, sólo entierros individuales y civilizados, no como los rusos que abandonan los cuerpos de sus soldados», explica la administrativa. «Gracias al Ayuntamiento lo hacemos como antes de la guerra, de forma respetuosa. El coche fúnebre llega, se lleva el féretro y se sepulta con una lápida provisional de metal para facilitar que los familiares en el extranjero puedan visitar a sus muertos cuando vuelvan».

El empeño de los ucranianos por mantener la dignidad resulta sobrecogedor, especialmente Járkov, la segunda ciudad más importante de Ucrania y la segunda más bombardeada después de Mariúpol, donde a cada paso la destrucción desboca un poco el corazón y la muerte acecha en cada esquina. La destrucción choca con los anuncios gigantes de Zara, Max Mara y con el dulce rostro de Marion Cotillard anunciando Chanel Nº5. En Saltivka, un barrio que hoy recuerda más a Grozni que a Europa, una decena de tiendas en llamas cortan la calle Lesya Serduka. Un restaurante ha quedado reducido a hierros calcinados y los cables del tranvía yacen inertes sobre el asfalto, donde el impacto de la munición rusa convirtió horas atrás la zona en tierra quemada. Dos hombres salen de un bloque cercano y observan la estampa, culminada por tres árboles ennegrecidos que asemejan muñones emergiendo de la calzada. Horas más tarde, era atacado el centro comercial Nikolsky, un lujoso exceso de metal, cristal y rabioso diseño con tiendas de las principales marcas internacionales situado junto a la Universidad de Járkov. Los paneles que emitían anuncios de moda y perfumes ahora son placas electrónicas inertes que cuelgan de los cables rotas en mil pedazos.

Iluminación navideña

Era sólo el penúltimo de los ataques que pretenden transformar la bella Járkov en un amasijo de escombros, sin contar con el tozudo empeño de sus habitantes y de su gobierno municipal de mantener el decoro. Tras cada ataque, los servicios de limpieza desescombran cuidadosamente. El lugar es después pulcramente barrido de forma que los mordiscos de las bombas rusas sobre los edificios históricos terminan fundiéndose con el ambiente, en un ambiente de normalidad. Incluso la iluminación navideña que enmarca algunas avenidas permanece en su sitio. «Psicológicamente, funciona. Ver la ciudad cuidada nos mantiene cuerdos», explica Max Rosenfeld, uno de sus residentes.

Sólo las muertes pesan como una losa, imposibles de limpiar de las conciencias de ciudadanos que lamentan cada una de ellas. En la morgue central de Járkov, en la avenida Moskovsky, el olor del centro impregna el ambiente en toda la calle, donde dos centenares de personas hacen cola para recoger provisiones. Un niño se escapa del control de su madre y corre hacia el edificio, donde la puerta abierta permite asomarse de forma cruda al horror del conflicto. En el sector este del patio, una carpa verde acoge decenas de cadáveres envueltos en plástico. En la zona oeste, al lado del edificio principal, varios operarios se afanan sacando decenas de cuerpos de un enorme camión blanco y alineándolos sobre el suelo, aún con la ropa con la que fueron hallados. En una solitaria camilla, el cadáver de un hombre con visibles contusiones en el lado izquierdo de su cuerpo yace desnudo. En total, un largo centenar de cadáveres. El guardia cierra malhumorado la puerta tras ceder el paso a Iuri Kravchenko, médico forense y responsable del centro dependiente de la Universidad Nacional de Medicina de la ciudad. «Estamos recibiendo entre 15 y 30 cuerpos al día, aunque a principios de marzo la cifra se disparó a 50», explica Kravchenko con voz grave y tono académico.

El forense, que trabaja con cuatro departamentos de toda la región de Járkov, ha formado 18 grupos de expertos, 360 personas en total, de las cuales 130 son forenses. Parte del resto se dedica a recoger cadáveres. «Comparado con el inicio del conflicto, en 2014, trabajamos a ritmo similar pero a las víctimas de la guerra hay que sumar las muertes naturales y las víctimas de crímenes y accidentes». Esa doble carga de trabajo les ha obligado a afinar el procedimiento, porque los medios con los que cuentan son los mismos, o incluso inferiores, dado que parte del personal huyó para poner a salvo a sus familias.

Entierros dignos

«En la planta baja de este edificio tenemos cámaras refrigeradas. En la segunda hacemos los análisis forenses y conservamos los cadáveres de los soldados, dado que sobre ellos sí se hace una autopsia muy completa. Para facilitar el proceso, durante la guerra los casos de muerte natural se examinan en el patio de forma superficial, se emite un certificado y los cuerpos se almacenan en la carpa para que los familiares puedan identificarlos y enterrarlos. Si no son reclamados, en diez días procedemos a enterrarlos de forma individual con la colaboración de las autoridades municipales», prosigue. «Las gélidas temperaturas nocturnas nos ayudan, pero en cuanto llegue la primavera, habrá que enterrarlos en tres días como máximo».

Kravchenko tiene experiencia en guerra desde que Rusia invadió el vecino Donbass en 2014. Aquel mismo año, al forense le tocó la dura misión de encargarse de la recuperación de cadáveres del vuelo de Malaysia Airlines, derribado por un proyectil ruso, «aportando asistencia, ayudando con el transporte de los cadáveres hasta Járkov y realizando las autopsias en esta misma morgue. Tras lavar los cuerpos y embolsarlos, los enviamos a Holanda y organizamos una base en una instalación militar. Estuve a cargo del grupo de trabajo, que incluía expertos internacionales de Alemania, Holanda y Malasia, en la labor de identificación de los cadáveres». Sin embargo, Kravchenko considera que el ensayo general de la situación actual se la brindó la pandemia, «cuando tuvimos hasta 70 muertos diarios».

Nada que ver con los cadáveres de hoy en día. «La mayoría de los cuerpos que tenemos son civiles y cadáveres de soldados rusos, que su Ejército abandona. Por supuesto que nos ocupamos de ellos, es nuestro trabajo, tenemos que aceptar los restos de ambos bandos», defiende orgulloso el doctor.

Anatoli, un policía de 23 años, asalta al doctor para preguntarle por las bombas de fósforo que Rusia está empleando en el frente de Járkov. Uno de sus mejores amigos murió días atrás en el área de Alkhovka, cuando su escuadrón emboscó a un grupo de rusos que, en la huida, les lanzaron fósforo. De los 35 ucranianos, seis murieron carbonizados y Anatoli teme que los heridos puedan expandir su mal. «El fósforo no contagia, sólo aquéllos rociados directamente se queman. Debió de impactarle directamente en el cuerpo. Cualquier líquido con el que intentáseis apagar su cuerpo reactiva el incendio», explica el médico al cariacontecido agente que ha visto cómo su vida daba un vuelco inesperado y atroz el 24 de febrero.

Cementerio de los Héroes

El mejor escenario para constatarlo es pasear por la Avenida de los Héroes del Cementerio de Járkov, donde unas 150 tumbas frescas, simples montículos con nombre y una bandera azul y amarilla, se han sumado a los héroes del Donbass, como se apoda a los militares muertos en la confrontación para liberar la región ucraniana ocupada por Rusia en 2014. La simplicidad de los montículos de tierra contrasta vivamente con las majestuosas tumbas de los soldados fallecidos entre 2014 y 2021, lápidas donde el rostro de cada difunto, en uniforme militar, es grabado en el mármol negro en una reproducción casi fotográfica. La incógnita de las cifras de víctimas -que ambas partes manipulan para no mostrar debilidad- es aclarada con la intensidad de la destrucción, que habla a gritos del precio humano.

Entre las muchas contradicciones de esta guerra figura el hecho de que Járkov es la ciudad con más rusoparlantes de Ucrania, gracias a la proximidad (sólo 40 kilómetros) a la frontera rusa. La hambruna desatada por Stalin -el ‘Holodomor’ o genocidio por inanición que se cobró cuatro millones de vidas– durante la colectivización forzosa y la represión de su identidad cultural marcan tanto como la destrucción de la ciudad a manos de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, que hoy se repite sin respetar guarderías, escuelas, viviendas civiles o instituciones deportivas, culturales o religiosas como la Iglesia de la Reina Tamara, un bello templo de cúpulas azules y blancas destrozado por las explosiones, situado en la entrada de Piatykhatky, otro de los suburbios donde los combates con los rusos han arruinado la fisionomía urbana.

En la carretera de acceso de Belgorodskaya, flanqueada por bosques cubiertos de flores azules, los vehículos calcinados, los impactos de proyectiles y los restos de metralla, ramas y fuego de los combates transforman el entorno en zona de guerra. A la izquierda despuntan unos lujosos cines, un spa de lujo, un club de equitación y el complejo dedicado a la Memoria que rinde homenaje las masacres nazis, cuyas imponentes esculturas han sido arañadas por la metralla. A la derecha, un campamento que debió hacer felices a varias generaciones de niños. A poca distancia, las fosas comunes de Piatykhatky -donde yacen, también sin nombre, miles de víctimas de la gran purga estalinista de 1938 y 1939 y varios miles de polacos represaliados por los soviéticos en la masacre de Katyn- amenazan con quedar obsoletas. Una bofetada de la historia similar a la que se observa en la la Casa de la Palabra, situada en la calle de la Cultura, donde una bomba ha reventado la primera planta del centro de escritores y poetas erigido por órdenes de Stalin donde fueron represaliados en los años 30 una treintena de intelectuales que reivindicaban la identidad ucraniana. Lugares tan simbólicos como el Palacio de la Ópera o la Plaza de la Libertad -diez personas murieron- también han sucumbido a las bombas para desolación de los residentes de Járkov.

«Esta guerra no tiene ningún sentido», solloza Elena en la morgue del Hospital número 14, velando a sus muertos. Le pregunto qué necesitan para mantener la dignidad de los entierros y su capacidad de trabajo. «Sólo necesitamos que todo esto pare».


Source: La Patilla

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