Kristin Rossum tenía 24 años, era rica y hermosa, se había recibido de toxicóloga, y estaba casada con un joven brillante. Pero la vida perfecta era solo una apariencia: adicta a las metanfetaminas, vivía una relación clandestina con su jefe en el departamento de médicos forenses de San Diego y se sentía atrapada en su matrimonio “como un pájaro en una jaula”. Las drogas que se robó del laboratorio para preparar el crimen perfecto, cómo armó la escena para que pareciera un suicidio.
Por Infobae
El lunes 6 de noviembre de 2000, cuando el reloj marcaba las 21.22, Kristin Rossum marcó el 911. Le dijo al operador: “Mi marido no está respirando…”. Quien la asistía telefónicamente le pidió que bajara el cuerpo de la cama y lo dispusiera en el piso para poder hacerle resucitación cardiopulmonar.
Cuando los paramédicos llegaron encontraron a Gregory de Villers, que hubiera cumplido 27 años al día siguiente, inconsciente sobre el suelo de la habitación del elegante departamento en el barrio de La Jolla, en las afueras de San Diego, Estados Unidos. Esparcidos, a su alrededor, había pétalos de rosas rojas.
Siete veces la dosis letal
Gregory fue declarado muerto en el hospital a las 22.19. Su bella mujer, la experta toxicóloga Kristin Rossum, dijo que él estaba deprimido y sugirió un suicidio con drogas. Sin embargo, la familia de Villers opinaba lo contrario. Su hermano menor, Jerome, insistió en que el hecho debía investigarse porque su hermano no era depresivo y odiaba los estupefacientes.
Al principio, los investigadores se mostraron reacios a abrir una investigación. La insistencia de los hermanos de la víctima los movilizó y los condujo a otra conclusión. Descubrieron que la glamorosa Kristin tenía un amante. Y que, además, ese amante era su jefe en la oficina de toxicología forense del condado de San Diego. Por esto, cuando decidieron realizar la autopsia, tomaron una importante medida para evitar los obvios conflictos de intereses: subcontrataron a un laboratorio externo en la ciudad de Los Ángeles.
El resultado fue contundente. En el cadáver de Gregory había siete veces la dosis letal de fentanilo.
El fentanilo es un narcótico sintético opioide que se usa en medicina por su poder analgésico y anestésico. Al aumentar los niveles de dopamina en el sistema nervioso central, lleva alivio inmediato del dolor, relaja y da sensación de euforia y bienestar, pero su consumo es extremadamente peligroso y potencialmente mortal. Resulta cincuenta veces más poderoso que la heroína y cien veces más que la morfina. Tocar o inhalar una pequeña cantidad puede ser fatal porque dispara el ritmo cardíaco, provoca confusión, depresión respiratoria y puede conducir a la muerte.
¿Qué había pasado, en realidad, con Gregory?
De niña rica a joven adicta
Kristin Margrethe Rossum nació en Memphis, Tennessee, el 25 de octubre de 1976. Era la mayor de tres hermanos (los dos menores varones). Ralph Rossum, su padre, era profesor en el Colegio Claremont McKenna (llegó a ser asesor del presidente norteamericano Ronald Reagan). Constance, su madre trabajaba en la Universidad Azusa Pacific.
Vivían en un barrio acomodado, Kristin practicaba ballet y, por su gracia y belleza, solían llamarla para desfilar en las pasarelas del centro comercial de la zona.
En el año 1991, Ralph aceptó la presidencia del Hampden–Sydney College y la familia debió mudarse al estado de Virginia. Allí, Kristin concurrió al colegio de mujeres St. Catherine’s, en Richmond. Por esos años del secundario, fue cuando comenzó a descarrilar bebiendo cerveza en exceso y fumando. Probó la marihuana, pero como no le hacía mucho efecto eligió virar hacia algo más fuerte: las metanfetaminas.
En pocas semanas, la adolescente de 16 años, se convirtió en fervorosa consumidora. Sus notas bajaron, perdió peso y empezó a alejarse de su familia y de los amigos que no consumían drogas. Aprendió a mentir, a manipular a su entorno y a robar para conseguir narcóticos.
Sus padres dejaron pasar los primeros síntomas, pero las cosas empeoraron. No pudieron seguir mirando para otro lado. En abril de 1993, cuando volvieron a su casa luego de unas vacaciones en un crucero, encontraron que les faltaban las tarjetas de crédito, cheques y una videocámara. Kristin admitió que había usado el efectivo para comprar drogas.
La conducta de la adolescente se volvió errática. Un día, su padre pretendió revisar su mochila, pero ella no lo dejó. Pelearon y tironearon del bolso tanto que Ralph dejó unos moretones en el brazo de su hija. Kristin, histérica, tomó un cuchillo de la cocina e intentó cortarse las muñecas. Como no pudo, subió corriendo al baño y se encerró. Siguió tratando de lastimarse con una hoja de afeitar mientras lloraba y les gritaba a sus padres estarían mucho mejor sin ella. Las heridas fueron superficiales y se las curaron en casa. Evitaron el bochorno de ir al médico que podía preguntar demasiado.
El asunto no terminaría ahí. En el colegio notaron los cortes en las muñecas y los moretones y llamaron a la policía sospechando abuso infantil. La policía los citó, pero se enteraron de que no había abuso sino consumo de drogas.
Después de esa tormenta, vino una época más tranquila. Los Rossum usaron su influencia como renombrados profesores para conseguir que Kristin ingresara en la Universidad de Redlands, en Los Ángeles. Como parecía estar bien la enviaron a vivir en el campus universitario. Tremendo error.
A los pocos días, un amigo la hizo probar metanfetamina cristal. Kristin pensó que la usaría solo para rendir los exámenes importantes pero, para volver a sentir lo que había experimentado, cada vez necesitaba más. Empezó a fumar metanfetaminas cada día de su vida. Sus padres estaban desbordados. No sabían qué hacer y la llevaron a su casa. Kristin empezó a escaparse con frecuencia.
El mejor candidato
En una de esas fugas yendo a buscar drogas, en la frontera con México, conoció a Gregory de Villers. Fue un encuentro casual. Mientras Kristin cruzaba el puente peatonal que une Chula Vista, en California, con Tijuana, en México, se le cayó al piso su campera. Gregory la recogió antes de que ella pudiera agacharse. Hubo conexión inmediata. Brillante, buen mozo, hijo de un prominente cirujano estético, el joven era un gran candidato. Charlaron en francés y esa misma noche Kristin volvió con él al lado norteamericano. Fueron directo al departamento que Gregory compartía con sus dos hermanos (Bertrand y Jerome) y un amigo llamado Christopher Wren. Enseguida, los hermanos notaron que ella consumía drogas. Además, les empezaron a faltar cosas. Tomaron coraje y le pidieron a Gregory que se alejara de esta joven problemática. Él se negó, la refinada rubia de ojos verdes, hija de dos respetados profesores de universidad, ya le había robado el corazón.
Los padres de Kristin sí se pusieron muy contentos con la pareja que se había formado: veían en Gregory a una persona que la quería ayudar a superar sus adicciones. Kristin disminuyó su consumo y pudo terminar la facultad. Se graduó en 1998, summa cum laude, en química, en la Universidad Estatal de San Diego. Gracias a las conexiones de sus padres, encontró trabajó como toxicóloga en el departamento de médicos forenses.
Gregory de Villers (había nacido en Illinois, en 1999) era el mayor de tres varones. Marie e Yves Tremolet de Villers, sus padres, eran franceses. Yves era un conocido cirujano plástico.
Después de cinco años de relación, el 5 de junio de 1999, Kristin (con 22 años) y Gregory (con 25) se casaron. En el video de la ceremonia el novio dejó grabado: “Kristin es la persona más maravillosa que jamás encontré (…) No puedo esperar a pasar el resto de mi vida con ella”.
En eso no se equivocó. Después de ella no habría otra vida.
Un año más tarde, Kristin comenzaba un fogoso romance con su jefe en el departamento de toxicología, el atractivo doctor australiano Michael Robertson, quien también estaba casado.
La versión de Kristin
Hacia fines del año 2000, poco antes de morir, Gregory se enteró de que su mujer había vuelto a drogarse y que tenía un affaire con su jefe.
“Él era mi ángel porque me había salvado”, sostuvo ella sobre su marido en una entrevista con el noticiero 48 horas de la cadena CBS, pero a pesar de eso explicó que “… al año de estar casados, Greg se volvió demasiado pegajoso conmigo. Yo estaba tratando de alejarme y de tener cierto grado de independencia”.
Según la versión de Kristin, el domingo 5 de noviembre del año 2000, el día antes de la muerte de Gregory, ella se lo dijo. Fue luego de que él notara un sobre que sobresalía de su bolsillo y lo tomara por la fuerza. Se rompió el papel, pero él juntó los pedazos. Era una carta de amor de Robertson.
Según la viuda, Gregory la amenazó con denunciar en la oficina forense el romance y su adicción. Michael Robertson, que conocía la adicción de su amante, supo de las amenazas de Gregory. Si él hablaba, la estabilidad de todos estaría en peligro.
El lunes 6 por la mañana, mientras Kristin se preparaba para ir a trabajar, Gregory se quedó en la cama.
“Estaba realmente lento y arrastraba las palabras. Parecía que había tomado demasiado la noche anterior”, recordó Kristin. Ella llamó al trabajo de Gregory y les dijo que su marido no iría ese día.
Luego, subió al auto y condujo hasta su oficina. Volvió al mediodía para almorzar. Entonces, siempre según su versión, Gregory le dijo que había tomado oxicodona y clonazepam. Kristin retornó al trabajo y regresó a las 17.30. Lo encontró en la cama durmiendo y roncando fuerte. Se fue de compras y estuvo de vuelta cerca de las 20. Su marido seguía tirado en la cama, aún respiraba. Ella se metió en la ducha, se afeitó las piernas y, alrededor de las 21, decidió irse a acostar. Recién entonces dijo haberse dado cuenta de que él no estaba respirando. Llamó al 911. Cuando lo bajó al piso para hacerle RCP, aseguró, hizo un descubrimiento escalofriante: “Tiré de la colcha para destaparlo y su pecho estaba cubierto con pétalos de rosas. Pétalos de rosas rojas. Y él tenía una foto de nuestro casamiento en la cama a su lado (…) Él me había regalado doce lindísimas rosas de tallo largo para mi cumpleaños once días antes. Pienso que era como una declaración que sabía que nuestra relación estaba terminada”
Cuando llegaron los paramédicos trataron de revivirlo, pero fue inútil. En la escena, sobre la cama, quedó la foto del casamiento. Cerca, la carta arrugada y rota del amante de Kristin. Más allá, el diario personal donde ella contaba que su matrimonio había sido una gran equivocación. Todo conducía a la equívoca idea de un suicidio por desamor.
Investigación y… despidos
El 22 de noviembre, Kristin fue interrogada por dos detectives de la policía de San Diego. La entrevista fue grabada. Ella les dijo que su marido estaba deprimido; que podía haberse drogado como un llamado de atención o para matarse. Por momentos lloró y mencionó la oxicodona y el clonazepam. Jamás nombró el fentanilo.
La policía ya estaba al tanto de las recaídas de Kristin con las drogas y de su amorío con su jefe. Además, habían hallado la curiosa llamada telefónica que ella había hecho a los empleadores de Gregory anticipándoles que él no iría a trabajar.
Un mes después de haberlo enterrado, Kristin y Robertson fueron despedidos de la oficina forense: ella, por ocultar su consumo de metanfetaminas y por la sustracción de la sustancia; él, por no haber dado a conocer la adicción de su amante y por su aventura extramatrimonial.
El 25 de junio de 2001, a siete meses del crimen, Kristin fue arrestada por el asesinato de su marido. Los fiscales la acusaron de haber robado el fentanilo de su oficina, donde trabajaba como toxicóloga, y de haber usado un cóctel letal para terminar con la vida de Gregory. ¿El móvil? Evitar que él revelara su aventura y su adicción a las metanfetaminas que robaba de su lugar de trabajo.
“Era el veneno perfecto”, aseveró el fiscal de distrito David Hendron.
Una fianza millonaria
La familia Rossum, hasta el asesinato, llevaba una vida muy acomodada. Vivían con sus hijos menores, Brent y Pierce, en una casa en Claremont, que habían comprado el mismo año del casamiento de Kristin, por 700.000 dólares
Ralph Rossum, desde el principio del caso, inició una campaña agresiva para defender la inocencia de su hija. Constance, fue la encargada de hablar con los medios.
El 4 de enero de 2002, luego de pasar seis meses en el Centro de Detención Las Calinas, Kristin fue liberada luego de que sus padres pagaran una fianza de 1.250.000 dólares. La fueron a buscar en un Mercedes Benz plateado y se aseguraron de que ella estuviera impecablemente vestida. Las cámaras de tevé la esperaban. Salió enfundada en un traje negro y con fino un collar de perlas al cuello. La espléndida y bella viuda parecía un personaje sacado de una película de Hollywood.
En dos semanas logró volver part time a su trabajo en TriLink Biotechnologies. Cuando el juicio, que iba a ser en junio, fue postergado comenzó a trabajar jornada completa.
La familia había recuperado el control, al menos, por un rato.
El enigma de los tres pinchazos
El juicio terminó llevándose a cabo en el mes de octubre de 2002. Las cámaras de televisión fueron prohibidas en la sala. La prensa esperaba fuera, cada día, para ametrallar con sus objetivos a Kristin con sus elegantes atuendos. Duró tres semanas y, durante su desarrollo, se reveló una importante evidencia: un recibo del comercio Vons del día que Gregory murió. Kristin había comprado, a las 12.41 del mediodía, una sola rosa. La que habría usado para montar la escena copiada de su película favorita hasta la obsesión: Belleza Americana. Ella se defendió diciendo que la rosa que había comprado ese preciso día era amarilla y para su adorado jefe.
Lo cierto es que, luego de que fuera declarado muerto Gregory en el hospital, Robertson fue a verla. Según un testimonio, él habría pasado “varias horas de intimidad” con la flamante viuda.
Los abogados defensores de Kristin argumentaron que Gregory se había suicidado. La pregunta era: si Gregory se había suicidado con el potente fentanilo, ¿cómo era posible que no hubiera dejado ninguna evidencia? Alex Loebig, defensor de Kristin, sostuvo que no había evidencia porque Gregory se había deshecho de ella para que pareciera un crimen. Pero los expertos lo contradijeron: esa cantidad de fentanilo lo hubiera liquidado antes de poder armar ninguna escena. Si Gregory hubiera tomado esos 57 nanogramos de la droga intencionalmente hubiera quedado inconsciente al instante.
Por otro lado, quince parches de fentanilo y un preparado para inyectar habían desaparecido del locker del departamento de toxicología. Esas diez y seis muestras pertenecían a casos en los que había trabajado Kristin. Ella, además, sabía muy bien que en las autopsias no se hacen tests de rutina para hallar fentanilo.
Si bien hubo muchas discusiones de los especialistas sobre cómo pudo haber sido administrado el fentanilo a la víctima, por la cantidad que se halló en el cadáver, el doctor Mark Wallace opinó que había sido introducido en múltiples ocasiones, incluso mientras él estaba inconsciente.
El fiscal Dan Goldstein reveló que el brazo izquierdo de Gregory tenía tres pinchazos. El paramédico que lo atendió, Sean Jordan, dijo que él había pinchado una vez para poner una vía intravenosa, quizá dos, pero jamás tres. Goldstein apuntó que ese habría sido el pinchazo mortal de Kristin.
El jurado se tomó ocho horas para deliberar. El veredicto fue culpable y el 12 de diciembre fue sentenciada a prisión perpetua sin posibilidad de salir bajo palabra. Fue enviada a la Prisión de Mujeres del Centro de California, en Chowchilla.
El papel del jefe
Michael Robertson había llegado a los Estados Unidos en 1996, para hacer un training en toxicología forense en Pennsylvania. Luego, pasó a dirigir el departamento de toxicología forense de San Diego. Pasó a ser el jefe de Kristin y su amante.
Fue entrevistado dos veces por la policía, pero rechazó ser sometido a un detector de mentiras. Los fiscales lo describieron como un posible conspirador. Consideraron que él había tenido un motivo y la oportunidad. Además, el mismo día del crimen, Robertson y Kristin habían sido vistos varias veces entrando y saliendo de la oficina y teniendo conversaciones que, para los empleados, parecían altamente emocionales. Sobre la falta del fentanilo en el stock de su oficina aclaró, en un reportaje, tiempo después: “No me sorprende que los existentes de la droga no concuerden con el inventario. En mi experiencia, habiendo visitado muchos laboratorios y hablando con mucha gente desde lo ocurrido, los sistemas no son perfectos (…) No sabía de nada, ni tuve participación en los tristes eventos que llevaron a la muerte de Gregory (…) con la sentencia de Kristin, es como un triste final para dos vidas. Mi único arrepentimiento es haber tenido una relación extramatrimonial. La tuve y ese fue mi único crimen, si es que eso puede considerarse un crimen”.
Los fiscales del caso no le creyeron del todo. Pensaban que él estaba demasiado involucrado: había ayudado a Kristin a ocultar su consumo tirando por el inodoro metanfetaminas, que él mismo había encontrado en el escritorio de la joven el día anterior a que Gregory muriera.
En 2001, antes del juicio, Robertson regresó a Australia con la excusa de cuidar a su madre enferma. Aseguró no estar escondiéndose. Una vez en su país, no tuvo más contacto con Kristin y se separó de su mujer. Dijo estar muy sorprendido cuando en el juicio se lo mencionó como sospechoso.
Fama y barrotes
En 2006, tanto Kristin Rossum como el condado de San Diego fueron acusados por la familia de Villers, por homicidio culposo. En la demanda pidieron un resarcimiento de 50 millones de dólares a los Rossum, pero el jurado ordenó pagar más de 100 millones de dólares en daños. Les otorgó el doble por estimar que Kristin podría haber ganado unos 60 millones vendiendo los derechos de su historia. John Gomez, abogado de las víctimas, reconoció que era muy probable que la familia nunca recibiera ese dinero, pero de todas formas querían asegurarse de que la viuda no se beneficiara por su crimen. Otro juez, tiempo después, redujo la indemnización.
La historia de la bella toxicóloga de familia millonaria inspiró a guionistas, periodistas y escritores. Kristin Rossum fue retratada en decenas de episodios de documentales sobre crímenes reales y series de canales y cadenas como Oxygen, E! y Discovery. También hubo varios libros: Amor venenoso, de Caitlin Rother; Belleza Americana Mortal, de John Glatt; Viuda Negra, de Aimee Baxter y En los brazos del diablo, de Carlton Smith.
Kristin replicó que no había escrito ningún libro ni lo había autorizado y que solo lo haría si fuera liberada.
Sus abogados intentaron sin éxito, varias veces, demoler las pruebas y apelar el veredicto.
Sobre sueños truncos
Desaparecido Gregory fueron muchos los que tuvieron cosas para contar. Empezando por Constance, la madre de Kristin. En una entrevista con 48 horas de la CBS News, comentó: “Nosotros siempre llamábamos a Greg nuestro enviado del cielo. (…) le agradecíamos a Dios haber hallado a una persona buena y decente que la cuidara”. Un mes antes de casarse con Gregory, Kristin rompió en lágrimas y le dijo a su madre que quería cancelar la boda. Constance la convenció de que no lo hiciera. “Me temo que le di el peor consejo”, reconoció.
En enero de 2000, su hija le dijo que se sentía atrapada “como un pájaro en una jaula”. Los amigos cercanos de Kristin declararon que ella encontraba difícil la vida en monogamia.
Gregory nunca habló con nadie sobre sus eventuales problemas matrimoniales. Se mostraba feliz y con planes. Soñaba con viajes a pescar, con ir a practicar snowboard con sus amigos y con fines de semana con su esposa en Las Vegas. También, se lo dijo a sus íntimos, fantaseaba con formar una familia solo con “hijas mujeres”. Ninguno de sus sueños se hizo realidad. Los de Kristin tampoco.
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Source: La Patilla